Mis Letras.

Prólogo.
Era de tarde, el sol permitía que las cosas produjeran una sombra larga sobre el suelo. El prado ya no parecía tan seguro como antes. La noche se venía encima, silenciosa y fría. Las hojas de los árboles se habían secado y desprendido de su lugar, formando una alfombra marrón ocre. Sin previo aviso, el silencio del atardecer se vio roto, un grito desgarrador se escucho por el campo. Desde luego, nadie lo había oído y de hecho: nadie iba a ayudarla. Corría, como quién escapa de la muerte. Sus pies eran dos masas de carne y sangre, y francamente, el terreno lleno de astillas no ayudaba demasiado. Sus pulmones eran dos bolsas a punto de estallar y por la garganta le subía un fuego que le impedía respirar. La peor parte era la sequedad de la boca, que con cada bocanada de aire que tomaba, sentía que su garganta se cortaba. Los brazos estaban arañados por los árboles y las muñecas estaban en carne viva por haberlas tenidas atadas tanto tiempo. La oscuridad lleno el prado y ella no vio la roca. Choco con toda la fuerza de su pierna y cayó al suelo, doblándose el pie y rompiéndose la nariz. Estaba muerta, si no podía seguir corriendo estaba muerta. Entonces apareció el hombre: alto, corpulento, de pelo negro y mirada amenazante. Un brillo cruzo su mano, al sacar el cuchillo de su funda. El deseo de despedazar y cortar se veía reflejado en su rostro y la chica grito de nuevo. Las lágrimas comenzaron a ceder y sintió el sabor saldo en la boca.
- Por favor…- Suplicó.- Por favor.- Las lágrimas se deslizaban por su mejilla, hasta llegar al mentón y caer.
Entonces se escucho otro grito. Basto el segundo en que el hombre se distrajo por el grito, para que la chica se arrastrara hasta un palo y tomarlo. Cuando el hombre volvió a mirarla, recibió un golpe en las rodillas, haciéndolo caer. Soltó algunos insultos y luego tomo a la chica por la pantorrilla, que ya se estaba alejando. La chica grito aún más fuerte, lastimándose las cuerdas vocales. El hombre la atrajo hacia sí mismo y le agarro ambas manos con una sola, luego se coloco sobre ella. No podía escapar, pero debía hacer algo: lo escupió. Lo normal hubiera sido que solo liberase saliva, pero el escupitajo era de un color rojizo por la sangre. Y eso fue lo último que hizo, antes de que el hombre le clavase el cuchillo en la garganta. Ya no había más esperanza para ella, estaba muerta. El hombre se paso la mano por la cara y se limpio el escupitajo. Se irguió y tomo a la chica por el pie izquierdo, arrastrándola hacia su escondite. Era la víctima número veintitrés. Esperaba que su compañero hubiera podido atrapar al otro chico, él que grito. La noche estaba en su punto más oscuro y volvió al silencio.

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